Agustín del Castillo, enviado
La región, que prolonga hacia el norte del istmo la gran selva de los zoques, fue escenario del fracaso de un experimento colectivista sustentado en la destrucción de vastos bosques tropicales húmedos.
Uxpanapa, Veracruz.- Seamos realistas, hagamos lo imposible”, dice todavía hoy, en lenguaje revolucionario, altivo y mesiánico, el corroído letrero enclavado sobre la carretera que lleva de La Esmeralda a los poblados numerados —del uno al quince, con racionalidad casi soviética—, evidencia del prematuramente avejentado experimento colectivista de Uxpanapa.
La región es una antigua selva húmeda transformada en páramo en menos de un lustro por los visionarios planificadores del gobierno de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), que soñaban con establecer un Jauja que le daría soberanía alimentaria al país y, de paso, demostraría que los indígenas podían ser el “hombre nuevo” indispensable para una economía planificada, centralizada, sin visos de individualismo y controlada desde las burocracias gubernamentales.
Pero estos ecosistemas tropicales tienen suelos delgados, precarios, aunque aparenten otra cosa con la enorme y lujuriante masa forestal que sustentan: no son los más aptos para la producción agropecuaria. El otro pero es que los indígenas tienen cultura propia y una milenaria visión de mundo, y no iban a ser vacíos, pasivos y obedientes receptores de las doctrinas del progreso, de las cuales siempre han desconfiado.
No considerar estos dos elementos explica lo que pasó a partir de 1974 en la parte norte de las grandes selvas del istmo de Tehuantepec.
“El extraordinario desarrollo de la vegetación ha señalado al trópico como poseedor de una gran fertilidad en sus suelos. Sin embargo, son más pobres y frágiles que los de las regiones templadas. Esto se debe principalmente a que las selvas o bosques en zonas cálido-húmedas no pueden aumentar por sí mismos la cantidad de humus en sus suelos. Existe ahí un equilibrio constante entre la producción de materia orgánica —la cual constituye el humus— y la asimilación de la misma. Si se altera el equilibrio ecológico, se degeneran la vegetación, los suelos y los ciclos del agua; el daño puede ser irreversible, y hay casos de zonas selváticas que llegan a transformarse en verdaderos desiertos…”, señalaban en 1988 Miguel Székely e Iván Restrepo (“Frontera agrícola y colonización”, Centro de Ecodesarrollo), a propósito del “milagro de Uxpanapa”.
No obstante, lo imposible se hizo. En un programa de reubicación de quince mil indígenas chinantecos que perdieron sus asentamientos por la edificación de la presa Cerro de Oro, Oaxaca, se estableció una nueva geografía regional: red de caminos, caseríos, tuberías, calles, drenajes, electricidad, escuelas y clínicas. Muchos de los colonos fueron transportados por aire a zonas secularmente inaccesibles. Y se comenzó el desmonte. Primero, con los instrumentos artesanales de los propios indígenas; después, con maquinaria pesada. “Ponían unas largas cadenas y las jalaban entre dos vehículos muy grandes, como orugas, y se llevaban palos de más de 30 metros”, explica don Luis Cayetano, un habitante de El Seis (La Laguna), mientras muestra al forastero la inmensa llanura con ganado, cultivos y casas que se abre frente a sus ojos, donde hace poco tiempo había una soledad de bosques y fieras.
Además de la migración planificada de chinantecos, se alojaron numerosos ejidos mestizos y de otras etnias, y todavía en los años ochenta se recibió una migración zoque de Chiapas, expulsada por la erupción del volcán Chichonal, que ocuparon los espacios más serranos y aislados.
La selva se redujo, y se vivieron los efectos que siempre encuentra la sabiduría campesina. “Nosotros vimos que al acabarse los árboles se fue acabando el agua y el clima se amoló. El gobierno nos mandó en los últimos tiempos plantas para reforestar, pero no pegan, porque están muy tiernas y, aunque les echan agua con abono, se acaban… nomás lo que nace solito sí crece”, advierte don Agustín Ángeles Fernández, morador del Poblado Dos.
A 40 años, diversos estudios hablan de la pérdida de 200 mil ha de las selvas más importantes del país, pero sobreviven alrededor de 60 mil ha, que mantienen vida silvestre y conectividad con el gran macizo de Los Chimalapas, en Oaxaca, y con la reserva de la biosfera de El Ocote, en Chiapas.
Esto es el “milagro de Uxpanapa”.
La tierra prometida
En 1971, el gobierno echeverrista integró la Comisión Intersecretarial de Nuevos Centros de Población Ejidal (Coince). “En los programas del Coince se tenía al sureste como posible granero de México”, pues se destacaba que tenía grandes extensiones de tierra inexplorada, fértil y con grandes potenciales, apuntan Restrepo y Székely. “Por la exuberancia de la vegetación tropical, esas tierras podían ser mecanizadas para expandir y diversificar la superficie agrícola nacional” y sacarla de su atraso, pobreza y aislamiento. También se reducirían el déficit de alimentos, el rezago agrario, la migración a las ciudades y el desempleo.
Así nacen, junto con Uxpanapa, otros proyectos como Los Naranjos (Veracruz) y Tenosique (Tabasco). Y, en ese mismo espíritu, en Jalisco se arrasaron 35 mil hectáreas de una selva mediana y baja para abrir la llanura costera de Tomatlán a la producción, irrigada por la presa Cajón de Peña (inaugurada en 1975), que sigue subutilizada.
Uxpanapa era la joya de la corona. Un testigo del proyecto en sus tiempos de ejecución describe: “La madera utilizable era cortada y sacada en camiones. Los árboles restantes, muchos de los cuales medían 30 metros de altura, fueron arrancados con cadenas y arrastrados por tractores, arrojados a la yerba seca y quemados. La tierra se limpió hasta quedar como una cuadrícula de campos de 20 hectáreas cada uno, rodeado con un rompevientos. La basura fue enterrada con pesados arados de disco y la tierra fue sembrada de arroz y maíz. En 1976 fue el primer año que se intentó producir en esa área y más de nueve mil ha fueron sembradas […] las primeras fases del ciclo habían progresado con una facilidad impresionante. Las semillas habían sido sembradas con tractores y desde aeroplanos. A intervalos regulares se habían aplicado fertilizantes, así como insecticidas y fungicidas para controlar plagas y enfermedades”, dice Peter T. Ewell, del Instituto Nacional de Investigaciones sobre Recursos Bióticos (Inireb), en un artículo denominado “Agricultura moderna en la selva tropical”.
No obstante, agrega, se acumuló poco a poco frustración tras frustración: una plaga de hongos, la piricularia del arroz, había dañado una parte importante de la cosecha. Las lluvias no habían cesado, y las trilladoras, “diseñadas en Estados Unidos para condiciones bastante diferentes, no trabajaban bien”. La abundancia de nitrógeno aplicado y el que quedaba del desmonte hacían crecer las plantas de arroz más de lo común. Las máquinas cosechadoras requerían espacios drenados y libres de agua y malezas. Una vara que sobrara del último desmonte podía inutilizarlas por más de medio día.
Su visita es en 1977. “En Oaxaca todos [los campesinos] habían trabajado siempre a mano en un máximo de tres ha; aquí cada familia tenía 20 ha. Tenían la oportunidad de ganar más dinero que nunca y la responsabilidad de proporcionar alimento de grano básico para México”, les decían los burócratas a los chinantecos. Éstos protestaban por la lejanía de sus casas, lo largo de los traslados, el bajo pago por kilo cosechado, el alto costo de la comida.
Los funcionarios con que viajaba Peter estaban frustrados: “No podían entender por qué los indios no se hacían responsables, por qué todo se les tenía que hacer. Se les había tratado con todas las consideraciones desde que habían sido traídos al Uxpanapa por barco y por helicópteros hacía tres años. El gobierno había invertido millones de pesos en caminos, infraestructura, desmonte y crédito, para que un grupo que había vivido en la pobreza pudiera convertirse en miembros [sic] de una comunidad próspera”.
El observador describe la transformación del paisaje: “La primera impresión era sorprendente: el orden imponiéndose sobre la naturaleza. La selva había sido empujada hacia atrás en una línea dispareja, mostrando la tierra roja y piedra caliza blanca…”.
Después asiste a una reunión entre agentes del gobierno y ejidatarios: “El maíz estaba desarrollándose de manera pobre y dispareja; esto, dijo el agrónomo, era realmente culpa de ellos [los campesinos] por no haber seguido las instrucciones sobre fertilización. Es un error común de los campesinos esperar a que las plantas midan 20 centímetros antes de aplicar el nitrógeno; en este clima es importante hacerlo antes para que las plantas se desarrollen con fuerza…”.
Se estaba gestando una Unión de Ejidos, que, según los agentes del gobierno, debía ser pronto una potencia económica nacional, con un sistema colectivo, grandes créditos y alta capacidad de venta, le dijeron a los ejidatarios reunidos. “…los ejidatarios permanecieron callados un momento. Luego, un hombre de unos 40 años se puso de pie […] dijo que a muchas de las personas no les gustaba el sistema colectivo […] algunas personas eran flojas y se aprovechaban de los que trabajaban”.
El agrónomo de la Comisión del Papaloapan le respondió que estaban mal acostumbrados, que los campesinos siempre se toman las cosas con calma. “México nunca progresaría así. Deben asumir la disciplina de la responsabilidad…”.
El observador del Inireb termina su descripción con una visita a un ejido integrado por totonacas que se sumaron a la ola colonizadora. “Los primeros años fueron muy duros: no había escuelas ni doctores, y el río era intransitable dos o tres meses”. Ahora se les pedía integrarse a un poblado chinanteco, pero “habían invertido tremendas cantidades de tiempo y energía en desmontar la tierra y plantar sus huertos, y no querían vivir entre extraños con un idioma y costumbres diferentes”.
El visitante también descubre que las variedades de maíz que sembraban los indígenas eran más resistentes que las híbridas que imponía el gobierno: “Eran mucho más resistentes a diversos problemas: se daban mejor en tierras que habían sido desmontadas a mano en lugar de con máquina, y rendían más que los híbridos”, le informaron.
La Comisión del Papaloapan, entidad gubernamental responsable, fue acusada en los años 80 de ecocidio, de favorecer contratistas de forma irregular con mares de presupuesto público y de la “destrucción sistemática de una cultura india”. Así se realizó la hazaña de lo imposible.
La vida que no renuncia
Don Agustín refiere que cuando él llegó a radicar, en 1975, al Poblado Dos, fue famosa la historia de una campesina que murió atacada por un “tigre” (jaguar). “Dijeron que en un poblado que se llamaba 24 de Febrero mató a una señora, pero fue hace mucho; desde entonces, lo que atacan son a los animales [el ganado]”.
Porque estas tierras, tras el colapso colectivista, se han vuelto ganaderas. Y de forma agresiva se mantienen abiertos los potreros, se talan y queman árboles, y se persigue a la fauna “dañera”.
En San Francisco de la Paz, al final del camino que comienza en La Esmeralda, y donde de Veracruz se vuelve a internar a Oaxaca, son actuales las tropelías del “tigre”.
“Hace como ocho o diez meses un tigre me mató un becerro como de 240 kilos; aún estaba mamando, se reconoce que la vaca peleó con el animal pero éste es muy ágil, y la tumbó a una barranca y la dejó hincada… yo mandé dos perros y se los fregó, aunque no los mató, pero, cuando ya pude ir, le había comido una buena parte a la vaca […] hace cuatro meses dicen que volvió a matar otra, es una hembra que anda parida y anda haciendo mucho daño”, explica José Montero García, comunero de la congregación.
Los investigadores de vida silvestre han detectado una adaptación casi milagrosa de los tapires, el mayor animal silvestre de tierra en México, para evitar a las panteras: se mezclan entre el ganado. Y, como están más habituados a enfrentar a la fiera, a los rancheros les gusta esa costumbre, que beneficia a sus hatos.
Quién pensaría que, a 40 años de depredación, algo quedaba en la región de Uxpanapa, al norte de la selva zoque. Pero la bióloga y genetista estadunidense Jennifer White, de la Universidad de Washington, ha estado cuatro meses el último año en la zona. “El principal problema es el cambio de uso de suelo, pero queda mucha vida: vi un mono araña, un tapir pequeño, mucha gente con pericos o monos como mascotas […] me sorprende que, aunque esté prohibido, para las personas sea algo común capturarlos y llevárselos de la selva”, explica.
La idea es rescatar lo que queda y, en un trabajo que encabeza la Universidad Veracruzana, proponer un área natural protegida.
Parece tarea de titanes. Pero el proyecto Uxpanapa nació entre aromas de utopía, como lo dice su eslogan revolucionario en una carretera vetusta, a la entrada de la selva extinta: “Seamos realistas, hagamos lo imposible”.
México: las selvas en retirada
La vegetación tropical es la más presionada y devastada de México en el último siglo. Ignorando que es el ecosistema que tiene los mayores reservorios de carbono del planeta, las políticas de colonización han sido agresivamente destructivas de selvas húmedas y subhúmedas en el golfo de México, así como de selvas bajas o secas en la vertiente del Pacífico, donde se incluye a Jalisco.
“La zona tropical húmeda es el ecosistema que presenta el índice de deforestación más alto del país, pues en la actualidad sólo se cuenta con 10 por ciento de la selva originaria de México”, apunta el investigador Gonzalo Flores Mondragón (“La biodiversidad terrestre de México y el istmo de Tehuantepec”). Se calcula que a comienzos del siglo XX había de 200 mil a 220 mil kilómetros cuadrados de estos ecosistemas, de los que ahora hay apenas alrededor de 20 mil km2 (la cuarta parte del territorio de Jalisco o cuatro tantos el de Colima, aproximadamente).
La destrucción se dio de forma sistemática, de norte a sur. Y además de las colonizaciones y, en especial, la ganaderización, están los hallazgos de yacimientos petroleros como detonadores de los cambios. La Huasteca, entre San Luis Potosí, Veracruz, Hidalgo y Tamaulipas, que fue la selva perennifolia más al norte del planeta, hoy apenas conserva reductos de sus viejos esplendores, pues se ha convertido en 90 por ciento a la actividad agropecuaria y el comercio. En esta zona nació la industria petrolera mexicana (Ébano, SLP). Luego la reducción drástica se vivió en Veracruz hasta llegar a las selvas de istmo y a la Lacandona, todas víctimas de grandes proyectos de infraestructura y de dotaciones agrarias desmedidas.
La devastación de las selvas bajas las ha reducido a 35 por ciento de su superficie original, y continúan siendo altamente perturbadas pese a ser los espacios silvestres más ricos en endemismos (especies exclusivas) que tiene el país.
El daño
La devastación de la selva zoque en Uxpanapa puede ser uno de los expedientes de destrucción ambiental más importantes en la historia moderna de México. Las fuentes más conservadoras calculan 80 mil hectáreas desmontadas, hasta autores que señalan que los desmontes del proyecto colonizador alcanzaron 200 mil ha.
El gobierno echeverrista, y posteriormente el de López Portillo, pretendieron que el desarrollo de las selvas fuera el arranque de un emporio agrícola de impacto nacional.
Hoy, restan apenas 60 mil ha de selva en Uxpanapa, en un municipio que está entre los 500 más marginados del país.
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